Antes de comenzar a leer “Nadie me mata” de Javier Azpeitia (Madrid, 1962), invito al lector a que dedique unos minutos a sí mismo. Le invito a que se coloque frente a un espejo y se mire fijamente a los ojos, a sus ojos, y a que repase detenidamente cada uno de los órganos que le componen y luego a todo su conjunto. Después de permanecer observándose durante algún tiempo, encare su reflejo, diríjase a él y hágale esta pregunta: ¿Quién soy? Si ésta le parece demasiado complicada, puede comenzar por ésta otra, más sencilla: ¿Qué soy? Ahora, ya se encuentra en buena disposición para despegar la cubierta de la novela que tiene entre sus manos y comenzar a leer.
La identidad, quizás no sea otra cosa que la correcta adecuación entre el cuerpo y la mente, y si el siglo XX sirvió, entre otras cosas, para agravar la falta de respuestas y crear más confusión sobre la concepción de un individuo, que se piensa a sí mismo y se pone en relación con el mundo circundante, hoy en día, la situación al respecto no es mucho mejor. Salman Rushdie ha definido al “Yo” moderno como: ”…un edificio tembloroso que construimos con retales, dogmas, injurias infantiles, artículos de periódico, comentarios casuales, viejas películas, pequeñas victorias, gente que odiamos o que amamos”. Y es precisamente esto lo que le ocurre al protagonista de la novela, un ser fragmentado, condenado a vagar eternamente de un cuerpo a otro. Obligado a reencarnarse una y otra vez por medio de la “metempsicosis”, término filosófico griego que sirvió para occidentalizar los procesos de la transmigración del alma, contemplados en las doctrinas orientales. Un individuo que se ve obligado a despertar cada vez dentro de alguien distinto a quien es él, sin la memoria de lo que antes fue y atormentado por la culpa de algo que no logra recordar, y cuya única referencia de identidad, es la que se va formando a través del cúmulo de experiencias y sensaciones adquiridas, tras el paso por el cuerpo de cada uno de los diferentes personajes que componen la novela y a la vez su vida. Un personaje, colocado sobre el tablero de un juego donde la casilla de salida se confunde con la de llegada, sin un final claro, sin ganadores o perdedores, cuyo único objeto es el de jugar, como el de la vida es el de vivir.
Una novela ésta, estructurada sobre ocho capítulos que a su vez representan ocho casillas del juego de la oca, por el que transitan sus personajes, y donde hasta el final del libro no queda claro quién es quien mueve las fichas y quién es el que tira los dados, porque como ya dijera Stephen Hawking rebatiendo la famosa afirmación de Albert Einstein: “Dios no sólo juega a los dados. A veces también echa los dados donde no pueden ser vistos”. Enfrentando así al protagonista y al lector seguidamente, a una nueva tesitura: somos hijos de un destino elegido al azar o por el contrario no somos más que el fruto de una sucesión de causas y efectos. El autor en la novela toma partido frente a esta cuestión como ya deja bien claro nada más empezar, en su dedicatoria del libro: “Para Lucía Azpeitia, que ya sabe elegir al azar y la importancia de ver la luna cada noche”, y luego por boca de uno de sus personajes cuando éste dice:“…tienes que elegir qué cosas están en el pasado y qué cosas están en el futuro, como si el tiempo no fuera un único fluido imparable… O también puedes jugar a otro juego más común, igual de divertido: es como si todo hubiera sucedido ya, y tú te dedicaras a buscar a los culpables, las cusas incausadas. Como si unas cosas sucedieran porque otras han sucedido. Es el gran juego de la ética, geometría pura, y te otorga la libertad, la alucinación del libre albedrío, al precio de la estupidez, ¡ja!…”. Y es que esta novela recoge los sinsabores del existencialismo que el siglo pasado vertió sobre todos nosotros, causando en los personajes la misma sensación de vacío y de vértigo al saberse estar flotando sobre la nada. Provocando el consiguiente mareo y su posterior Náusea, a la vez de la sensación de sentirse como permanente Extranjero, en un mundo que ya no se reconoce como propio. Pero lejos de construir así un relato desesperanzador, “Nadie me mata”, como ya apunta el título de la obra, extraído de uno de los pasajes de la Odisea y que forma parte del engaño con el que un hombre, Odiseo, consigue librarse de morir devorado por el gigante Polifemo, pretende ser una forma de librarse, a su vez, de esa pesada carga existencialista que pende sobre nosotros, que nos hace temer el final y no encontrar sentido a todo esto. Y es que una visión posisitivista del existencialismo no deja de ser un engaño que nos permite librarnos de lo incierto. Así, si efectivamente nuestro alrededor carece de sentido, por qué preocuparse por nada y no comenzar a vivir sin esas cargas que nos atormentan. “El juego de la oca representa la vida, pero no hay que interpretarlo, sino jugar. La vida hay que vivirla: ¡atrápala y no la sueltes! No importa lo que dure.” dicen durante uno de los pasajes del libro.
Los personajes aparecen construidos como un personaje de personajes, o lo que es lo mismo: un personaje que se crea y es, gracias a la existencia de los otros, como una suerte de monstruo de Frankenstien. De este modo, la unión entre lo formal y lo conceptual camina y funciona armónicamente dentro del texto. Formalmente, como acabamos de ver, mediante la transmigración de la mente del protagonista y su paso por cada uno de los otros personajes, y conceptualmente atendiendo a la idea de la existencia de un subconsciente colectivo que forma parte indiscutible de nuestra identidad como seres humanos. Que ratas en laboratorios, sometidas a ciertos experimentos de aprendizaje, aprendan y que estos conocimientos aprendidos sean transmitidos a su progenie de generación en generación no sólo en línea genética directa, sino a la totalidad de la especie, es una teoría científica que intenta probar uno de los personajes del libro por medio de dichos experimentos. Experimento que debería servir para cuestionarse dentro y fuera del libro, sobre si los seres humanos sufrimos esta misma dictadura de la memoria de la especie, ligada a la idea del inconsciente colectivo postulada por Carl Gustav Jung, como seña de identidad que nos domina a todos y que a la vez que sirve como el motor que impulsa la creación del yo individual, encapsulado dentro de un cuerpo. “El yo es una ilusión que anima a vivir, que mantiene con vida cada una de las partes de una suerte de enorme hormiguero…”
La única pega reprochable a la novela es su exigencia para con el lector, de quien no sólo reclama atención y concentración, sino el uso y el trabajo constante de la memoria, convirtiendo ésta, la memoria del lector, en un elemento formal del libro que sirve para colocarle, de igual a igual, en la misma tesitura en la que se encuentra el personaje principal, obligándole a tener que hacer el mismo esfuerzo, constantemente, de recordar para construir. En este caso para construir el rompecabezas de una angustiosa trama, que el autor hila perfectamente, sin que quede ningún cabo suelto o se le pueda tachar de incoherente. Cumpliendo perfectamente con los requisitos que hacen falta para trazar una historia a medio camino entre el género negro y el género fantástico, entre el modernismo y algunos tintes de post modernismo, que quedan reflejados en la construcción de un escenario - ciudad, Madrid año 2007, donde la población está siendo diezmada, poco a poco, por elementos que se escapan del aparente control humano, como una pandemia de gripe aviar o atentados y ataques imprevistos de organizaciones terroristas desconocidas. Una historia de la que es difícil despegar la mirada y que consigue atrapar al lector de tal manera, que casi impone la condición de tener que ser leída de un solo golpe. Pero sobre todo, y quizás sea esto lo que hace de la novela, una buena novela, es que no ofrece ninguna respuesta. Y no sólo no contesta nada, sino que plantea las mismas preguntas que hacen al ser humano ser lo que es, y además incluye otras nuevas. Nuevos interrogantes que se suman a la colección de incertidumbres con las que nos levantamos todos los días, siendo nosotros mismos u otros distintos. La duda de no saber si somos hijos de una ficción, y si es así, qué ficción, y quién la crea. ¿Nosotros?…
Otras referencias:
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Reseña de Rafael Reig en La Voz de Asturias